jueves, 29 de enero de 2015

- Capítulo 18 -

- Cadenas -

Callados aguantábamos en nuestras lineas como soldados romanos esperando nuestro destino. Fueron unos minutos, duros y eternos, minutos que comenzaron de la manera mas surrealista. 


Los golpes que esas criaturas no muertas daban a la puerta rompiendo poco a poco las cadenas. Estas nos mantenían lejos de ellos, pero, se dieron por vencidas, cayeron las primeras. 


Un fuerte estruendo seco y rasgado en el primer piso nos indicó el inicio de la lucha.


Unas pequeñas gotas de sudor caían por su frente, le mojaban el flequillo y sus manos comenzaban a temblar, no podía dejarlas quietas, no respondían, se esforzaba, pero no podía. Lidia agarró la mano de Diego, le miro, le dedicó una de sus mejores sonrisas y se tranquilizó al instante. Miró la moto-sierra, cogió el cordel y tiro de el fuerte, instantáneamente  esta se puso en marcha. Resonó por todo el edificio, dándonos por enterados de que esto empezaba ya.


Las criaturas hacían tapón en la puerta, entraban en tropel, empujándose los unos a los otros y luchando por llegar los primeros, se morían por probar nuestra sabrosa y ardiente carne. Tenían sed de nuestra sangre y hambre de nuestros sesos y vísceras. 


Lidia agarraba el mazo con fuerza, asestaba mazazos, teñía las paredes de rojo a la vez que cogía carrerilla y golpeaba con todas sus fuerzas hasta abrirles la cabeza. Le daba igual quien fuere, si lo conocía o no, solo le importaba luchar por su vida y su supervivencia.  Diego, mientras tanto cortaba cuellos con gran facilidad, sin apenas esfuerzo, de tres en tres. Víctor desde lejos intentaba apuntar y disparar con la pistola de clavos, algunos acertaban otros no pero el lo seguía intentando. Si se acercaban, les golpeaba con la maza hasta dejarlos secos. Se bañaban  sin quererlo en esa asquerosa sangre.


Las cabezas y los cuerpos desmembrados se acumulaban frente a ellos dejando un olor insoportable pero no era lo que en ese momento importaba. Solo habían matado unos cuantos zombies y ya podían escurrir sus camisetas y llenar un caldero. Era asqueroso, realmente asqueroso, pero inevitable.


Cada vez había más, crecían en número y les iban acorralando contra la pared...


No se daban por vencidos.


Las bestias comenzaron a subir al segundo piso. Era nuestro turno. 


Derramaban sangre de sus bocas en cascada al sentir nuestras palpitaciones cada vez más alteradas.  les dominaba el hambre.


Un sudor frió palpaba mi espalda con ayuda de unas pequeñas gotas frías, heladas, llenas de miedo y desesperación. Estas corrían hasta fundirse con mi camiseta. Mi mano izquierda agarró fuertemente el corta-cesped, mientras con la derecha estiraba del cordel que colgaba del motor.

 

Un tirón, nada. 

Otro tirón, nada. 

Tercer tirón, la definitiva. 

Las cuchillas comenzaron a girar...


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